Visitas hasta ahora

Al pensamiento que se sucede

Ordenadores, domótica, relojes que hacen de todo. Climatizadores y coches inteligentes, televisión con cien canales. Libros electrónicos, videoconsolas y simuladores de última generación. Todo lo que usted quiera y más existe, o hay ya gente diseñándolo.

Nos facilitan la vida, nos la hacen más simple para ahorrar tiempo en cosas mundanas y poder dedicarlo plenamente a nuestros quehaceres más importantes. ¿Cómo qué? En el trabajo las nuevas tecnologías están también implantadas, hasta que un ordenador (y ya no hablo de robots) haga nuestra labor. No lo dudéis, dentro de nada se habrá patentado el modo de comer y respirar sin gastar tiempo ni energía en ello.


Pero en fin, mi comentario esta vez no va dirigido tanto a la sustitución de hombre por máquina como a una de las consecuencias más directas de este hecho: nuestra decreciente capacidad para pensar. La habilidad de pensamiento y nuestros sentimientos son lo único que de verdad nos separa de los demás animales, y la estamos autodestruyendo. A la misma velocidad a la que destruimos la Tierra. No deja de ser irónico, ¿no es así?
No deja de ser irónico que el ser más inteligente del planeta destruya éste conscientemente, aún así se dé cuenta y halle la solución y no sea capaz de aplicarla…
Sigue siendo irónico que el ser más desarrollado de la Tierra se esté degradando a sí mismo de esta forma…

Los trabajos escolares de los niños los hacen los padres. Sí, por favor, no lo nieguen. Y no se excusen con la falta de tiempo para explicarles cómo se hacen. La cosa está en que los niños no saben pensar.
Quizás el problema no sea que ahora no sepan hacer los deberes o los trabajos, sino que antes nadie les haya enseñado a pensar para poder resolver sus propios problemas. Pero no es fácil, porque eso requiere paciencia y ayudar a los pequeños con el descubrimiento guiado, y eso requiere también de tiempo.
Tiempo que, a su vez, quedaría totalmente invertido para el futuro, para el buen desarrollo de la mente pensante de esa persona, tiempo que ya no habría que “gastar” explicándole los deberes al niño; hay que cambiar la visión que tenemos a este respecto.

Aún así, si todos estos motivos no les terminan de convencer, mírenlo desde este otro prisma: todo lo que hacemos, lo que vemos, lo que pasa en el mundo es así gracias a nuestra capacidad de pensar y nuestra habilidad para interpretar esa información que captamos, y actuar en consecuencia. Tenemos algo más que reflejos.
Si perdemos eso, ¿qué sentido tendrá nuestra existencia? ¿Qué gracia podrá tener vivir, si tan sólo seremos animales llevados por instintos y reflejos? No podemos autodenominarnos homo sapiens cuando estamos usando esa sapiencia para nuestra propia destrucción.

A todo esto… ¿Qué es pensar? ¿Cómo puedo enseñarlo? Pensar es interpretar las situaciones, es leer el juego para ganar la partida. Ver las cartas también cómo las está viendo el otro, anticiparme a sus movimientos. Entender que nuestro mundo es mucho más que lo que vemos; hacerse las grandes preguntas sin respuesta, y también las pequeñas.
Y se puede enseñar guiando. No dando las soluciones, sino obligando desde bien pequeños a pensarlas primero. Poner las pistas por toda la casa de dónde están escondidos los regalos de Navidad (véase como caso literal o cómo metáfora). Motivando y alentando. Nunca es tarde para aprender, todos tenemos algún regalo que queremos abrir, sólo falta que alguien nos enseñe las reglas del juego y nosotros lo desarrollemos.


A mí me gusta pensar. Será porque desde pequeño me lo enseñaron, o porque me gusta ponerlo todo del revés. Seré un iluso pero todavía creo que, si empezamos hoy, podemos no sólo salvar, sino agrandar todavía más ese magnífico instrumento que es la mente humana.

Una vez tuve un sueño…

Consecuencias

Paula y Jandro son pareja. Salen a bailar con unos amigos, a divertirse y a pasarlo bien. Oscar es un buen amigo de ambos.
En un momento de la noche, Paula y Oscar se encuentran y bailan amistosamente, charlan y ríen. La escena es contemplada por Álvaro y algunos otros amigotes, los cuales, en su estado de embriaguez y para pasar el rato de algún modo, deciden ir a contárselo a Jandro, sin malicia ninguna, pero añadiendo algún que otro pequeño detalle y opinión propia.
Jandro se enoja, agarra a Oscar (que no entiende nada) y lo golpea con el puño cerrado. Paula, también sorprendida, no sabe cómo reaccionar y se echa a llorar, lo cual incrementa aún más el enfado de Jandro y provoca la ruptura entre ambos.

Álvaro y los demás lo ven todo desde la distancia, al principio con cierto divertimento hasta que se dan cuenta de la situación real, todo consecuencia de sus actos. Sin lugar a dudas no tenían mala intención, eran amigos de la pareja, pero pueden haber arruinado tres relaciones por un comentario que podrían haberse ahorrado.



Mateo y David son grandes amigos. Daniel, un compañero de trabajo de Mateo, está muy enojado porque su jefe no lo valora suficiente, y antes de irse a casa se desahoga con su compañero durante veinte minutos, vociferando, blasfemando y gesticulando para no dejar títere con cabeza.
Más tarde, Mateo queda con su amigo David, que llega cinco minutos tarde a causa del tráfico.
Mateo acaba por explotar y discute fuertemente con David por sandeces que en otras condiciones ni le pasarían por la cabeza.

Sin quererlo, Daniel ha provocado una riña entre dos buenos amigos que posiblemente se lleven también el cabreo a sus casas.

Son dos ejemplos, pero los hay a cientos.
Nuestros actos no nos afectan nunca a nosotros solamente. Todas nuestras acciones tienen represalias también sobre los demás: hay que vigilar con los errores que cometemos, porque normalmente no es uno mismo quién sufre las consecuencias.

Quizás haya llegado el momento de no valorar únicamente los problemas de uno mismo, sino ver las cosas en su globalidad, visionarlo todo desde distintos ángulos y intentar entender cada situación cómo la ven también los demás. Porque al fin y al cabo no vivimos solos, y si queremos la ayuda y el respeto del resto de la gente, habría que empezar por aprender a ver el radio de alcance de cada una de nuestras acciones.

De juegos

Vengo a plantear un juego, una partida de cartas.

Reconoceré, de primeras, que soy un pésimo jugador. Pero este juego es inventado, así que las normas las pondremos tú y yo, lo cual me da, también de primeras, serias opciones de ganar. ¡Está bien para empezar!
Pongámonos pues a ello. A partir de aquí, iré contando cómo va el juego en primera persona, según acontezca.

Hay que escoger una baraja, un tipo de cartas, para jugar a una cosa u otra. Hay muchos tipos, así que la elección es importante. ¿Cómo decidir? Miro contra quién estoy jugando, y analizo: ¿qué quiero conseguir? Qué es lo que más le gusta a mi contrincante, lo que menos, si lo (o la) conozco, si no… Así pues, según mi contrincante y lo que esté buscando propondré una baraja u otra. Éste (hablando de ahora en adelante en masculino para simplificar) aceptará o no, y seguiremos así hasta hallarla; hay que prestar especial atención en este paso, que es fundamental, ya que no busco lo mismo de una persona u otra ni en diferentes momentos.

Bien, una vez tenemos el tipo de cartas, hay que escoger el juego. Como tenemos unos determinados naipes sólo podemos jugar a determinadas cosas, así que, de la misma forma que antes, vamos proponiendo uno u otro hasta estar de acuerdo.
Lo principal está hecho: ahora ambos sabemos qué queremos el uno y el otro y hay que pensar en la estrategia (siempre hay que tener un pequeño plan), es decir, en cómo voy a conseguir lo que quiero, aunque siempre dejando un buen hueco para la improvisación, que siempre acaba resultando más divertida.

Echo la primera carta mientras conversamos y observo cómo reacciona, sus facciones, sus gestos, sus palabras, qué tira él. Lo más difícil en cualquier juego es la interpretación del mismo, ya que mi contrincante puede estar tirando una mala carta por muchas razones: para ver cómo reacciono yo, porque realmente no tiene más, porque se reserva las mejores…


Mi objetivo es ganar. Quizás debí decirlo al principio, cuando os hablaba de qué quiero conseguir de la partida. Todos los juegos están pensados para que unos y otros se diviertan, pero siempre hay un ganador. Mi objetivo es ganar a mi rival, no el juego en sí, ya que tal vez perdiendo el juego consiga lo que quería de mi compañero de juego. Suena quizás cruel, suena egoísta o manipulador, pero en definitiva todos estamos jugando y todos queremos ganar.

Decido, mientras sigo conversando y valorando las posibilidades, que mi meta es perder la partida, por poner un caso. Pongamos que me he dado cuenta que me cuesta, que mi rival es muy bueno, pero que se está divirtiendo. Quizás prefiera jugar otra vez, ver qué pasa si pierdo, para echar luego otra partida y seguir divirtiéndonos ambos.

Seguimos echando cartas, jugando nuestras bazas, viendo cómo juega el otro. No arriesgo, y pierdo.
Él reacciona bien, precavido y cauto.
Podría haber sido de otra forma, podría haberse puesto a celebrarlo y/o a mofarse de mí. Sigo conociendo, gracias a esto, a mi rival, así como él (si es que está atento) a mí.
Sigo aprendiendo.

Creo que se va concretando lo que vengo a decir con toda esta intrincada metáfora. Cada relación en nuestro día a día, cada situación, cada paso que damos, estamos jugando una partida de cartas. Quizás os guste más el símil de una carrera de obstáculos, de un partido de vuestro deporte favorito… yo propongo los naipes por las consecuencias directas e indirectas que tiene cada “tirada”, cada carta depositada en la mesa.

A menudo jugamos partidas simultáneas con multitud de personas, que pueden o no estar relacionadas e incluso pasándose cartas entre sí; eso es una putada, con el perdón por la expresión, porque pierdes la ventaja. Pero tal vez te las pasen a ti…

Todos hemos jugado alguna vez a los naipes, así que todas las situaciones os las podéis imaginar. Hay gente que enseguida muestra sus cartas, los hay que las protegen como un niño su nueva consola, los que te muestran una para que te despistes, los que se despistan, los que se hacen los despistados… En fin. Qué os voy a contar.
Los hay que trampean de vez en cuando. Trampear a veces resulta inevitable. No me considero un tramposo, ya que entonces jugar no tendría sentido ni belleza, pero a menudo saltarse algunas normas (que ya que las establecemos nosotros, nos lo podemos permitir) da un nuevo aire a la historia.

Puede que tan sólo sean idioteces varias aliñadas con pitufadas infantiles, puede que no tenga sentido lo que estoy diciendo. Yo me quedo con que jugar es divertido, y si vences es aún mejor.

¿Alguien quiere?


Ni una cosa ni la otra, sino todo lo contrario

"...Y me gusta porque es egoísta.

Egoísta en su significado más puro. En su significado religioso. Los budistas siguen a un Budha, un iluminado. Los taoístas persiguen el Tao, el camino. Ella es egoísta, creyente. Ferviente del ego.

Miente. Adorna, adula, agrada. Lo hace bien, miente. Ella se sabe mejor. Ella se entiende, y con eso basta. Es persona, como tú y como yo, siente y sufre como los demás, pero se demostrará a sí misma mejor que tú cuando te haga creer su igual.
No es una Femme Fatal. No juega contigo porque tenga problemas consigo misma, porque no sepa quién es o porque el mundo no la entienda. El mundo es ella.
No necesita que la comprendan. Le servimos en su juego de animal social. No usará a nadie… ¿para qué? No es mala persona. Es egoísta. Porque Dios sólo se necesita a sí mismo, y crea lo demás para demostrárselo. Pero ella no es Dios. Dios es ella.
Tal vez, con todo ésto haya exagerado un poquito. Puede que haya hecho comparaciones o metáforas quizás algo hiperbólicas. Pero a lo que voy es que hay varias formas de pensar, distintas clases de gente: hay líderes, hay seguidores, hay amigos, hay profesores, hay apoyos y hay gente que a la que jamás conoceremos, gente que nos marcará y gente obstáculo. Si queremos, podemos pertenecer a cualquiera de esos grupos, a todos o a ninguno.
Ella juega en todos los equipos. Y cambiará de equipo para ir siempre con el ganador del partido que ella quiera jugar.

La adoro. Probablemente en todos los sentidos. No sé, quizás no la conozca, quizás sea una idea, quizás ella no exista. Quizás jamás lo entiendan… "

De un monstruo

Sólo hablaré de baloncesto como representación de la vida misma.
Y qué mejor que empezar diciendo algo de Wilt Chamberlain. El primer monstruo de la NBA, el primero en ejercer un dominio abrumador sobre todos los demás jugadores.

El drama de Wilt fue la soledad del monstruo de feria, y su máximo ejemplo lo tenemos en aquella noche del 2 de Marzo de 1962 ante los New York Knicks, pues esa fue la noche en que anotó 100 puntos.
Pero he aquí la crueldad de un juego que explota como ningún otro la estadística: Chamberlain, el dios absoluto de los números, el hombre que anota 100 puntos en un partido, el tipo que promedia más de 50 puntos en una temporada -¡más de 50!- se estrella una y otra vez contra el único enemigo posible que puede vencerle, que es nada menos que el sentido de juego colectivo del baloncesto, el juego de equipo. Y esa colectividad casi soviética tenía un nombre: Boston Celtics.

Una y otra vez Chamberlain choca contra aquellos tipos que le quitan la gloria del anillo, lo único que puede parar al gigante al que muchos odiaban porque le tenían auténtico pavor.

¿Qué podía hacer Chamberlain? En el año 67 gana el campeonato con Philadelphia, pero él mismo ha cambiado. Por fin encaja en un equipo que respeta la palabra solidaridad y que no se limita a darle el balón al tío grande. El resultado es palpable, pero Wilt sacrifica en parte su producción numérica. Volvería a repetir en el año 72, apenas sí promedia 15 puntos por partido, pero a cambio se ha convertido a sí mismo en una fiera defensiva que barre todo balón que se acerca a su propio aro, intimidando cualquier afán de tiro a canasta contrario, mientras en ataque es él el que origina y distribuye todo el juego

Pero incluso en esta íntima evolución que lo aleja del aro, renuncia a los números, diluyéndose en el fluir colectivo del balón, cuando son otros los que culminan la anotación, incluso aquí el monstruo de feria no es visto de otra manera más que como un gigante degenerado, que experimenta una decadencia que explicaría el descenso en el impacto estadístico. Pobre análisis desmereciendo así al jugador. Cuando mete 100 es un obsceno engendro que prostituye el juego, y cuando mete 15 está acabado.
...
Sólo hablaré de baloncesto como representación de la vida misma. ¿No os suena la historia?

Mala no. Imbécil, que no es lo mismo

Estas significativas palabras las he escuchado hoy entre susurros en la biblioteca de la Facultad y me han dejado pensando un rato, el resultado de lo cual son estas líneas que siguen.

A bote pronto todos seríamos capaces de diferenciar algo o alguien malo de alguien (o algo en algunos casos) imbécil. Diríamos que fumar es algo malo o que el Capitán Garfio es alguien malo; diríamos también que George Bush es imbécil o incluso el Pato Donald lo es (¿o acaso no os habéis fijado en que siempre va sin pantalones y con el culo al aire, pero sin embargo cuando sale de la ducha lleva una toalla?).

Pero solemos hacer mal uso de ambas palabras, confundiéndolas en ocasiones y utilizando una en el lugar que correspondería por decreto a la otra, me explico:
El mal viene dado por una determinación moral, una intención, una maquinaria bien engrasada en la azotea sólo que dedicada a la tarea equivocada.
El imbécil en cambio no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo el que se le antoja.

Quizás en nuestro mundo sea necesaria más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.


Nota: Quisiera pedir mis más sentidas disculpas a Donald, él y los que me conocen saben cuánto adoro al mundo de Disney y a sus personajes.

Groserías

Siguiendo de alguna forma el hilo de la entrada anterior, dedicaré hoy estas vagas líneas a deambular por el intrincado camino de la expresión de impresiones, acaso esto tenga algún sentido.
Impresiones tales como el entusiasmo.

Entusiasmo es cuando mostramos ostensiblemente nuestra sensación de alegría o de excitación por algo, es decir, cuando estamos exteriorizando esa sensación de furor.
Acostumbramos a exagerar, lo cual hace a menudo que parezcamos burdos actores buscando desesperadamente un aplauso o un reconocimiento, o siquiera que nuestros interlocutores se unan a la fiesta, pero al fin y al cabo es algo innato y, me atrevería a notar, necesario en nuestra naturaleza.

Aún así, es quizás interesante considerar que la cosa suele funcionar a la inversa, veamos si no: Habitualmente, al darse una serie de circunstancias uno siente una sensación de alegría que se queda en eso, en satisfacción personal. Es al contarlo cuando se le da ese énfasis especial, cuando expulsamos más aire del necesario para que se nos oiga, cuando le damos esa tonicidad a cada frase que provoca aún más exaltación en uno mismo más que en la persona que nos sufre.

Así pues, creo poder afirmar que exteriorizar nuestras sensaciones es más bien convencernos a nosotros mismos que las tenemos, realzándonos incluso en ellas, más que tenerlas efectivamente.

Y, visto así… El entusiasmo es una grosería, ¿no creen?

Sensaciones a palabras

"Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Son cosas de las que uno se avegüenza, porque las palabras las degradan. Al formular de manera verbal algo que mentalmente nos parecía ilimitado, lo reducimos a tamaño natural. Claro que eso no es todo, ¿verdad? Todo aquello que consideramos más importante está siempre demasiado cerca de nuestros sentimientos y deseos más recónditos, como marcas hacia un tesoro que los enemigos ansiaran robarnos. Y a veces hacemos revelaciones de este tipo y nos encontramos sólo con la mirada extrañada de la gente que no entiende en absoluto lo que hemos contado, ni por qué nos puede parecer tan importante como para que casi se nos quiebre la voz al contarlo..."

Tiempo Muerto

Final del tercer periodo. 16 puntos arriba en el marcador. Se inicia el último cuarto, salimos con una pájara monumental. Parcial de 0 a 10, el rival se coloca a tan sólo 6 puntos… Llega el momento clave para el entrenador: ¿Pido Tiempo Muerto?

Veamos primero qué es y para qué sirve esto a lo que llamamos Tiempo Muerto:
Cuando un entrenador pide Tiempo Muerto se concede a ambos equipos un minuto de descanso, con el reloj de partido parado, para que jugadores y entrenador analicen, corrijan, se motiven o simplemente para eso, dar descanso a los jugadores.
Ahí es donde el entrenador debe mostrar sus dotes de mando, y sobre todo de claridad de ideas y síntesis de las mismas.

Bien, sólo disponemos de un minuto, así que hay que saber qué decir, centrándonos en lo que creamos más importante. Y he aquí el primer error que cometemos todos a menudo: ¿Qué es lo más importante a corregir?
Obviamente depende de la situación, y a menudo nos equivocamos al hacer hincapié en un aspecto del juego en vez de otro, lo que como veremos más adelante suele generar dudas y confusión en los jugadores.
Segundo punto: ¿Cómo lo digo? Estoy durante un minuto en el punto de mira de los jugadores, me escuchan atentamente, y es importante hablar con el tono adecuado y las palabras correctas. Hay que corregir los errores, pero a la vez animando y motivando esas almas a seguir disfrutando y creyendo en sí mismos y en su juego.
Tercer y último punto: capacidad de sintaxis. Tengo solamente un minuto, así que además de dar pocas instrucciones y hacerlo de la forma adecuada, tengo que resumir para no dejarme nada en el tintero.
Parecía fácil, ¿eh?

Sabiendo ahora qué es y para qué sirve esta breve interrupción del juego, analicemos:
Estamos jugando en casa, ante nuestro público, en una cancha que conocemos a la perfección, y además estamos seguros del estilo de baloncesto que practicamos. De hecho, nos ha dado resultados durante los tres cuartos anteriores, pero en éste algo falla. Nos han variado su defensa, los lanzamientos no entran, cometemos faltas inocentes, hay precipitación… vemos como nos han remontado diez puntos. Todavía vamos ganando, pero nos entra miedo, tenemos una creciente sensación de inseguridad, y para colmo el contrincante tiene la moral por las nubes al ver que las cosas les salen bien y que pueden con cualquier cosa.
Como entrenador lo veo todo sin salir de mi asombro. Soy el líder de estos chicos, me seguirán donde haga falta. Debo dar ejemplo, transmitir mi serenidad y mi confianza hacia ellos y hacia lo que están haciendo. Yo tengo muy claro que no pasa nada si perdemos, esto es un juego, y lo amamos por todo lo que conlleva. También por esto. Pero no es lo que esas almas quieren oír.
Llegamos al quid: ¿Debo pedir el Tiempo Muerto?
El 90% (porcentaje no comprobado estadísticamente, vamos, que me lo he inventado) de las ocasiones así lo hacemos, porque parece lo más lógico, lo que me dicta el sentido común: así puedo comentar los errores, demuestro mi tranquilidad y los animo a seguir.
Lo que también pasa la inmensa mayoría de veces es que el propio entrenador no atina con sus comentarios, abronca, incide en demasiados aspectos a mejorar… Nadie nunca dijo fácil.

Esto provoca confusión a los chicos, que saltan a la pista sin tener muy claro qué hacer, y el resultado es de esperar. No sólo no se mejora, si no que se cometen todavía más fallos. Derrota, todos descontentos, tristes y lo peor de todo, desilusionados al creer que no han sabido poner en práctica lo que saben hacer en el deporte que aman.

Pero si tan mal sale… ¿No pido el minuto? Esto transmitiría mi confianza hacia los jugadores, les estoy dando libertad y seguridad en lo que están haciendo sin órdenes que seguir. Pero habitualmente tampoco es esto lo que consigo, sino que puedo dar la impresión de estar dando el partido por perdido, de no tener recursos que imprimir en los jugadores a los que tan bien conozco y que tan bien me conocen, los cuales tal vez necesiten de veras sentirse arropados, tan sólo durante 60 escasos segundos, por sus compañeros, bajo la tutela y la cercana vigilancia del entrenador.

Difícil elección. En realidad, se pida el recurrente Tiempo Muerto o no, hay que tener muy claro qué pretendo conseguir y cuál es la mejor forma de hacerlo. Es probable que me equivoque haga lo que haga, mas de una forma u otra debo afrontar la situación.

Supongo que vosotros, mis perspicaces lectores, habréis dado buena cuenta de las similitudes de esta común situación de este común deporte con los baches que se nos presentan a diario en la calle.
Ahora, cuando se nos acumulen las tareas y los problemas se amontonen, deberemos hacernos la pregunta: ¿Pido Tiempo Muerto?

¿De qué te disfrazaste?

Ésta sea probablemente la frase más repetida este inicio de semana post-carnaval. Como todos saben, en carnaval la gente se trajea de lo que más le venga en gana y con ello y muchas ganas de fiesta sale a la calle a desfilar y a bailar.

Servidor es de aquellos a los que no les gusta demasiado disfrazarse, por muchos y muy variados motivos. Motivos que son en verdad excusas, así que no trataré de argumentarme por esta vez.
También soy de los que opinan que disfrazarse no es más que una forma de sacar de uno mismo lo que por circunstancias no podemos (o no queremos) durante el día a día en nuestra vida, así que aprovechamos un día loco en que todo está bien visto y nos desmadramos.

De hecho, bajo mi punto de vista nos solemos disfrazar bien de lo que nos gustaría ser (de cómo nos gustaría que nos vieran los demás, vaya) o bien de lo que no querríamos ser por nada del mundo, pero nos queremos probar en la situación. Pero no voy a entrar a discutir eso tampoco, así que ya me van quedando pocas cosas para sacar nada en claro.

Querría comentar más bien el hecho en general, qué hace que nos disfracemos y si ello nos beneficia en algo o no.
En nuestra vida cotidiana, llena de estrés, de obligaciones, de preocupaciones y de tiempo apremiante, de no poder hacer nunca lo que nos gusta, etc. (lo cual también es digno de reflexión, pero ésa es otra historia y deberá ser contada en otro momento), cuando alguien se sale de la regla acostumbra a ser tildado de bicho raro: para algunos es un ídolo, ya que hace lo que los demás no se atreven; para otros es un loco que no tiene la cabeza sobre los hombros. Cualquiera de las dos posturas es mala, y nos lleva a pensar que algo va mal.

Así pues, las fiestas como éstas en las que nos encontramos inmersos son absolutamente necesarias para cambiar con la rutina y con los complejos, para sacar el lado de las personas que no mostramos habitualmente y, cómo decía antes, para ser lo que nos gustaría ser, al menos por unas horas.

Todo ésto me lleva a concluir que no me gusta esta sociedad reprimida y cohibida (qué fácil es quejarse sin proponer soluciones y sin mover un dedo ¿o no?) y que no debería ser esa la mentalidad que nos guíe en nuestra particular selva, pero que mientras siga así, no hay nada mejor que una buena juerga de disfraces para que durante unas horas el cervatillo pase por jirafa, el jilguero domine los cielos cual águila imperial y que, tan sólo por un día… la cebra sea el león.


Porquería espacial


Hace apenas unas horas se ha conocido la colisión de dos satélites de fabricación humana, uno ruso y otro (¿adivinan?) estadounidense, a una altura de 800 km sobre la superficie de la Tierra, dejando como resultado cientos de trozos de material orbitando alrededor de nuestro planeta.

El hecho en sí parece no tener mayor transcendencia, ya que al parecer esos pedazos no coincidirán en la trayectoria orbital de ningún satélite activo importante, y el riesgo de que alguno colisione con la Estación Espacial Internacional (EEI) es muy pequeño.

Pero si siguen leyendo, saltan detalles importantes que dan que pensar. Al parecer, el satélite ruso llevaba bastante tiempo inactivo y no tenía logística para maniobrar. Dicho de otra forma: un aparato viejo, inútil y olvidado donde no estorba no hace daño a nadie.
Y a modo de detalle final, como aquel que no quiere la cosa, se nos informa de que se tienen controlados alrededor de 20.000 objetos y escombros de satélites orbitando en torno a nuestro planeta.

Bien. En la imagen contigua a éstas líneas pueden ver cuán rodeados estamos de escombros espaciales, todos de fabricación humana. ¿No les parece escalofriante? ¿Son todos los satélites que la humanidad ha puesto en órbita necesarios? ¿No podríamos plantearnos enviar menos satélites, más funcionales? Cientos de preguntas saltan a la palestra ante esta situación.

No podemos obviar la utilidad de los satélites meteorológicos, los geoposicionadores por satélite (GPS), internet por satélite... Nos facilitan la vida, y nos dan información extra.

Porque necesitamos esa información. Si no sé donde estoy, necesito un GPS, dependo de él. Si estoy en mi casa, necesito Internet para hacer las compras, para buscar información o para pasar el rato. Y si no sé si mañana lloverá, a lo mejor cojo la ropa que no es y cojo un resfriado. Porque se nos ha olvidado que existen los mapas y que existen los libros. Eso está anticuado, y cansa.

Racionalicemos. Es útil tener tecnología que pueda detectar tormentas tropicales, huracanes y maremotos que puedan afectar a la población. Es útil tener tecnología que nos permita comunicarnos, para ayudarnos unos a otros, para aprender unos de otros.

Pero para ello, ¿es necesaria tanta mierda flotando a nuestro alrededor? Ahora, cuando llevamos siglos cargándonos el planeta por dentro, empezamos a tomar medidas. Tocaría empezar a plantearse que ahí fuera nos espían miles de trozos de metal que tarde o temprano nos harán daño, y es que no por lanzar al espacio un trozo más grande de chatarra que mi vecino voy a ser mejor que él.
Tocaría preocuparnos por saber cómo pensamos los humanos y por qué, cómo funcionamos, y no qué podemos conseguir gracias a ello, que eso ya está muy visto.

Pero esa es otra historia, y deberá ser contada en otro momento.




Link de la noticia:






Confianza


Todos conocemos, a grandes rasgos, la actualidad norteamericana. O no. Digamos que a todos nos suena el nombre de Obama, digamos que la gran mayoría conseguimos asociar un rostro a ese nombre, que muchos de nosotros incluso podríamos mencionar algunas de las memorables frases que usa como eslogan, que algunos podríamos también entender qué significan, pero que sólo unos pocos comprenden cómo puede un sólo hombre, ese hombre... hacer temblar nuestro planeta, de arriba a abajo.

Y es que este hombre tiene confianza. Confianza en su país, confianza en las personas que le rodean, pero ante todo tiene confianza en sí mismo. Tiene seguridad, y la transmite en cada gesto, en cada expresión, en cada movimiento. Y hablo de Barack Obama, porque sin duda él es ahora mismo el máximo exponente de la importancia que tiene la confianza en uno mismo en nuestra sociedad.

Está claro que, dada la situación que vivimos actualmente a nivel mundial, necesitamos que salgan esos líderes, esa gente en la que podamos depositar nuestras esperanzas, en quien podamos sentirnos reflejados, y ver en él o ella nuestros sueños realizados. Y ello no tiene por qué hacernos sentir cobardes o insignificantes, porque sin lugar a dudas, en otro momento y en otro lugar será a nosotros a quién deban seguir.


Imposible is nothing, decía una conocida marca deportiva. No se puede corroborar al 100% la afirmación, pero está claro que el eslogan fue concebido por alguien muy seguro de sí mismo. Tal vez sea imposible que mañana me despierte y haya crecido hasta los 2 metros 37 centímetros, superando así al hombre más alto del mundo, pero si tengo confianza podré buscar los métodos a mi alcance para conseguir lo mismo que pueda hacer él gracias a su altura (desde coger las cajas de encima del armario hasta jugar al baloncesto profesional).

De la misma forma, es la confianza la que nos ayuda a sacar adelante nuestras relaciones, nuestros empleos, nuestros estudios o nuestras aficiones. Tengo que hacer que mi pareja confíe en mí para desahogarse, debo conseguir que mi jefe confíe en mí para el trabajo, y debo conseguir que el entrenador cuente conmigo para lanzar el último tiro. Requiere un esfuerzo y tal vez la recompensa no sea inmediata, mas sin lugar a dudas tener esa seguridad en uno mismo (sin que llegue al lindar de la vanidad) debería ser nuestro primer objetivo antes de proponernos ninguna otra meta.

Así pues, de todas las posibles definiciones de confianza, me quedo con la de "Ánimo, aliento, vigor para obrar". Porque si hay que asaltar las torres más altas del castillo, hay que coger la escalera más larga que encontremos.