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De rutinas y sonrisas

¡Primera publicación del año! Ya estamos a mediados del primer mes, y rondamos el momento cumbre de todos aquellos propósitos que nos hacemos al empezar el año. Digo el momento cumbre ya que es ahora cuando las fuerzas empiezan a flaquear y la rutina nos arrastra de nuevo a su infinita monotonía.

Pues bien, mi escupitajo de hoy va para todos aquellos que vivimos en la ciudad. Esa rutina antes mencionada absorbe especialmente a los que vivimos en grandes urbes, siempre estresados, siempre deprisa, siempre lo mismo. De vez en cuando, cuando variamos medio grado nuestro rumbo, nos hacemos creer a nosotros mismos que estamos haciendo cosas diferentes, que rompemos con ese ritmo de vida agobiante y que no nos deja tiempo ni para pensar (y todos sabéis mi opinión sobre pensar...), pero muy pocos son los que realmente son capaces de desconectar, de cambiar el chip o de disfrutar realmente de la vida en una gran ciudad.


El martes, como cada día, estuve haciéndole kilómetros a la bicicleta estática del pequeño gimnasio al que voy. Sí, voy al gimnasio prácticamente a diario, irónicamente y de forma análoga a mi historia de hoy, el gimnasio es parte de mi rutina. Para no aburrirme pedaleando me puse a leer Correr o morir, de Kilian Jornet (gracias Cristina, un regalo genial!). En un momento determinado, Jornet, criado y residente en la zona norte de Cataluña (cerca de los Pirineos), comenta lo agobiante que es para él el día que tiene que bajar a Barcelona. 
Fue entonces cuando me puse a pensar en el mundo totalmente distinto que es una gran ciudad. No es que sea otra forma de vida, es que es una vida aparte. Pese a que odio generalizar, sé que por poco erraré si digo que hay un prototipo de adulto en la ciudad: aquél que se despierta temprano y con el tiempo justo para comer algo o ducharse y se sume en el denso tráfico matinal para ir a trabajar. Pasa 8 horas (quizás más en estos días) haciendo repetitivas tareas, pegado al teléfono y en constante tensión. A media tarde vuelve a casa, más agotados sus pensamientos que sus piernas, y va a buscar a los niños al colegio, o a arreglar un poco la casa y hacer la cena. Después de cenar, un rato de televisión en el sofá donde se quedará casi seguro dormido, y en el tercer intermedio decidirá irse a la cama para dormir otras 6 o 7 horas.

Antes de objetar, párense a pensar: pueden añadir algo de gym, cambiar libros por televisión, algún partidito de fútbol con los amigos, algún que otro día que cenen fuera... Pero la fórmula sigue siendo la misma.

Me refiero a que cuando somos pequeños, nos hacen ir al cole a aprender cosas cada vez más inútiles, nos cargan de deberes y de exámenes, para que podamos conseguir un trabajo de mayores. ¿Para qué queremos un trabajo? Para tener dinero para vivir. ¿Y qué pagamos con ese dinero? Mayormente la comida, el agua, el gas, la luz, la escuela y el coche o el transporte público para ir al trabajo. A trabajar más para intentar ascender, y trabajar más horas para ganar más dinero. Siempre deprisa, siempre lo mismo. Apenas dedicamos tiempo a educar de veras a nuestros hijos, que es lo realmente importante para el día de mañana. Lo ponemos en manos de otros. Tampoco vamos con ellos al parque o a hacer deporte. Lo ponemos en manos de otros. No disfrutamos realmente de la compañía de nuestra pareja. Y en algunos casos, sin saberlo, lo estamos poniendo también en manos de otros. No sé si me explico...

Cada día reenviamos e-mails que nos llegan con frases profundas y significantes, con metáforas e historias con moraleja; nos emocionamos al leerlas. ¡Qué razón tiene! Antes de haber cerrado la ventana ya estamos pensando en otra cosa.
Vivimos rápido y vivimos mal. Vivimos robotizados, mecanizados, con apenas margen a la imaginación, a la intuición, a la espontaneidad. Rara vez hacemos planes, y con frecuencia los posponemos. Cuando se quieran dar cuenta, tendrán más años de los que recuerden haber vivido, y no habrán hecho nada de lo que algún día planearon.


Una de las citas que más veces he oído dice algo como:
Me sorprende el hombre, porque pierde su salud para ganar dinero, y después pierde el dinero para recuperar la salud; por pensar ansiosamente en el futuro, no disfruta el presente, por lo que no vive ni el presente ni el futuro. El hombre vive como si no tuviese que morir nunca, y muere como si nunca hubiera vivido.

Hay muy poco que añadir a esto. 

Apaguen toda la electrónica. Salgan a pasear o a correr, llévense a sus hijos a las montañas a que vean aquellos animales que sólo conocen por los dibujos de los libros de texto. Reúnanse con los amigos que les queden en cualquier bar donde no estén echando el fútbol. Vayan al cine, al teatro. Digan buenos días al llegar a su puesto de trabajo. Deseen, y deséenlo de verdad, a sus compañeros y allegados que tengan un buen fin de semana, una feliz navidad o unas reparadoras vacaciones. Sonrían por la calle y allá a donde vayan.


        Apaguen el televisor.

                                   Desconecten el maldito teléfono móvil.

                                                                          Activen el cerebro antes de que sea demasiado tarde.