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De un monstruo

Sólo hablaré de baloncesto como representación de la vida misma.
Y qué mejor que empezar diciendo algo de Wilt Chamberlain. El primer monstruo de la NBA, el primero en ejercer un dominio abrumador sobre todos los demás jugadores.

El drama de Wilt fue la soledad del monstruo de feria, y su máximo ejemplo lo tenemos en aquella noche del 2 de Marzo de 1962 ante los New York Knicks, pues esa fue la noche en que anotó 100 puntos.
Pero he aquí la crueldad de un juego que explota como ningún otro la estadística: Chamberlain, el dios absoluto de los números, el hombre que anota 100 puntos en un partido, el tipo que promedia más de 50 puntos en una temporada -¡más de 50!- se estrella una y otra vez contra el único enemigo posible que puede vencerle, que es nada menos que el sentido de juego colectivo del baloncesto, el juego de equipo. Y esa colectividad casi soviética tenía un nombre: Boston Celtics.

Una y otra vez Chamberlain choca contra aquellos tipos que le quitan la gloria del anillo, lo único que puede parar al gigante al que muchos odiaban porque le tenían auténtico pavor.

¿Qué podía hacer Chamberlain? En el año 67 gana el campeonato con Philadelphia, pero él mismo ha cambiado. Por fin encaja en un equipo que respeta la palabra solidaridad y que no se limita a darle el balón al tío grande. El resultado es palpable, pero Wilt sacrifica en parte su producción numérica. Volvería a repetir en el año 72, apenas sí promedia 15 puntos por partido, pero a cambio se ha convertido a sí mismo en una fiera defensiva que barre todo balón que se acerca a su propio aro, intimidando cualquier afán de tiro a canasta contrario, mientras en ataque es él el que origina y distribuye todo el juego

Pero incluso en esta íntima evolución que lo aleja del aro, renuncia a los números, diluyéndose en el fluir colectivo del balón, cuando son otros los que culminan la anotación, incluso aquí el monstruo de feria no es visto de otra manera más que como un gigante degenerado, que experimenta una decadencia que explicaría el descenso en el impacto estadístico. Pobre análisis desmereciendo así al jugador. Cuando mete 100 es un obsceno engendro que prostituye el juego, y cuando mete 15 está acabado.
...
Sólo hablaré de baloncesto como representación de la vida misma. ¿No os suena la historia?

Mala no. Imbécil, que no es lo mismo

Estas significativas palabras las he escuchado hoy entre susurros en la biblioteca de la Facultad y me han dejado pensando un rato, el resultado de lo cual son estas líneas que siguen.

A bote pronto todos seríamos capaces de diferenciar algo o alguien malo de alguien (o algo en algunos casos) imbécil. Diríamos que fumar es algo malo o que el Capitán Garfio es alguien malo; diríamos también que George Bush es imbécil o incluso el Pato Donald lo es (¿o acaso no os habéis fijado en que siempre va sin pantalones y con el culo al aire, pero sin embargo cuando sale de la ducha lleva una toalla?).

Pero solemos hacer mal uso de ambas palabras, confundiéndolas en ocasiones y utilizando una en el lugar que correspondería por decreto a la otra, me explico:
El mal viene dado por una determinación moral, una intención, una maquinaria bien engrasada en la azotea sólo que dedicada a la tarea equivocada.
El imbécil en cambio no se para a pensar ni a razonar. Actúa por instinto, como bestia de establo, orgulloso de ir jodiendo, con perdón, a todo el que se le antoja.

Quizás en nuestro mundo sea necesaria más gente mala de verdad y menos cazurros limítrofes.


Nota: Quisiera pedir mis más sentidas disculpas a Donald, él y los que me conocen saben cuánto adoro al mundo de Disney y a sus personajes.

Groserías

Siguiendo de alguna forma el hilo de la entrada anterior, dedicaré hoy estas vagas líneas a deambular por el intrincado camino de la expresión de impresiones, acaso esto tenga algún sentido.
Impresiones tales como el entusiasmo.

Entusiasmo es cuando mostramos ostensiblemente nuestra sensación de alegría o de excitación por algo, es decir, cuando estamos exteriorizando esa sensación de furor.
Acostumbramos a exagerar, lo cual hace a menudo que parezcamos burdos actores buscando desesperadamente un aplauso o un reconocimiento, o siquiera que nuestros interlocutores se unan a la fiesta, pero al fin y al cabo es algo innato y, me atrevería a notar, necesario en nuestra naturaleza.

Aún así, es quizás interesante considerar que la cosa suele funcionar a la inversa, veamos si no: Habitualmente, al darse una serie de circunstancias uno siente una sensación de alegría que se queda en eso, en satisfacción personal. Es al contarlo cuando se le da ese énfasis especial, cuando expulsamos más aire del necesario para que se nos oiga, cuando le damos esa tonicidad a cada frase que provoca aún más exaltación en uno mismo más que en la persona que nos sufre.

Así pues, creo poder afirmar que exteriorizar nuestras sensaciones es más bien convencernos a nosotros mismos que las tenemos, realzándonos incluso en ellas, más que tenerlas efectivamente.

Y, visto así… El entusiasmo es una grosería, ¿no creen?